domingo, 15 de noviembre de 2009

Yo-tú-él-nosotros-vosotros-y-ellos

“En los Estados de opinión la fuerza es necesaria para la seguridad y evitar que perezca la virtud de la República. Pero la legitimidad, ese grado de confianza, de aceptación popular que facilita la gobernabilidad, proviene esencialmente de la aprobación de la opinión pública. Debe renovarse al despuntar del sol de cada nuevo día.” Con estas palabras pronunciadas el 20 de julio de 2006 el actual Presidente de la República dio rienda suelta en Colombia a lo que se denomina actualmente como una fase superior del Estado de Derecho: el Estado de Opinión, o al menos eso quiso hacer parecer.

Es documental, material e históricamente comprobable que el cambio de un modelo estatal a otro -verificable en el marco de las democracias modernas tomando como punto de partida su Constitución, no puede pasar en momento alguno imperceptible a todo ciudadano con al menos una formación media en pensamiento político o para decir lo menos, al profesional del derecho, no obstante la convicción o no de si el lineamiento que se adopte en el orden Superior tiene reales imbricaciones en la vida práctica y en el sustrato en que pretende servir de carta de navegación, esto es, todo lo que comprende la idea de Nación.

La Constitución Política Colombiana de 1991 nos definió en su artículo 1º como habitantes y responsables a todas las personas tanto naturales y jurídicas de derecho público y privado de un Estado social de derecho, lo cual nos ha convertido a todos en directos responsables del cumplimiento de un sinnúmero de retos y finalidades que enmarcan el consenso que desde el idealismo del contrato social que en manos de la Asamblea Nacional Constituyente hemos decidido revaluar, debemos alcanzar sin importar las dificultades; además de una certidumbre respecto de nuestro papel como ciudadanos sensibles y garantes del presente que sostenemos y de un futuro al que de la lectura de nuestro ordenamiento Superior hemos dado un significado, una estrella polar que referencia si bien no el ritmo de nuestros pasos, sí los caminos que hemos de seguir. Ante todo, sabemos qué tenemos y los principios fundamentales que reúnen todo el sentir del pueblo colombiano.

Hace tres años que inopinadamente –y lo pienso inopinado porque en un principio parece existir solamente en su cabeza- el Presidente de la República nos informó que estamos involucrados en una fase nueva y mejorada del modelo relativo al Estado de Derecho –como si nos vendieran un artefacto de tele-ventas: siempre parece funcionar mejor que cualquier electrodoméstico conocido y por conocer, además es una oportunidad única y poco sensata de desaprovechar que cambiará nuestras vidas- y yo no lo supe; ni lo sé ahora que creo saberlo; ni mucho menos lo pude comprobar cuando salí corriendo por la calle gritando y con la cabeza que me estallaba entre las manos a preguntarle a mi político de cabecera –el celador nimierdista de la cuadra que no cree ni en Poncio- si de verdad la vida me pasó por encima de esta manera tan cruel sin yo darme cuenta –por supuesto que pude haberlo matado con la noticia porque tampoco lo sabía; sea porque no lo experimento o porque soy muy torpe para reconocerlo; pero sí señores, estamos levitando en un sustrato superior en la vida política: somos ciudadanos del estado de opinión.

Obviamente la idea le tuvo que surgir a nuestro Presidente de alguna fuente con suficiente autoridad y argumentación como para plantear semejante atrocidad del demonio –porque uno ni se da cuenta cuando ya lo está viviendo en carne propia- y dentro del poco conocimiento que me cabe, parece que el artífice de este concepto es Jürgen Habermas.

Independientemente de los planteamientos que su autor hace respecto a esta nueva fase del Estado de Derecho, hemos de preguntarnos si en realidad ha habido un cambio significativo en nuestra democracia y de la participación y legitimación a que los ciudadanos debemos someterla, o si esta declaración altisonante y pretensiosa no es más que otro artificio del maniqueísmo político para poner de presente las supuestas -¿o impuestas?- bondades del manejo efectivo y propuesto sobre los asuntos de interés Nacional. Si tenemos en cuenta que las encuestas, el voto en las urnas, la participación en la vida política enmarcada en la democracia representativa, el derecho de petición, el control constitucional indirecto y cualesquiera otras formas en que el ciudadano manifiesta su individualidad y su acercamiento o no a los manejos operados en el aparato estatal son viejos conocidos y aliados en nuestra responsabilidad social, tan íntima como pública en todo momento, ¿qué es lo que ha cambiado? Trato de encausar estas primeras dispersiones en el hecho de que el ser y existir en la materialidad y voluntad del ser humano son hechos tan ciertos y perceptibles por lo sentidos como sometidos a verificación y registro dentro de la ley para todos aquellos efectos eminentemente civiles que generan. No es el caso de este dichoso estado de opinión, simplemente porque el consenso público que se pretende legitimar por el actuar político surge en la discusión y la fuerza argumentativa que los ciudadanos ostentan, libres del verdadero trasfondo amañado al que muchos medios de opinión que sugieren actuar independientemente nos someten, o del animismo de los partidos políticos que cada día se alejan más de aspirar al poder enmarcados dentro de una filosofía seria y propia que apunte nada más que a los intereses de una colectividad sustentados en una verdadera pluralidad constitucionalmente aceptada, para convertirse en fuentes de polarización y de empobrecimiento intelectivo en la formación política ciudadana. Lo que nos debe detener entonces a pensar de todo esto es si efectivamente la sociedad colombiana más por su capacidad argumentativa y a peso de razonamiento crítico, informado y seguro de la finalidad última de los direccionamientos que corresponden a nuestro papel de garantes en la materialización de nuestra Constitución Política estamos discutiendo todos y llegando al consenso necesario para que hallamos cruzado el imperceptible puente hacia el estado de opinión, o si es que simplemente contamos con vendedores ágiles en Palacio que como buenos especímenes del complejo cultural antioqueño nos quieren hacer comprar la idea de que eso sí, todo con las tres “B” –bueno, bonito y barato- hemos llegado sin darnos cuenta al nivel del estado de opinión.

En mi humilde opinión –opinión sin eufemismos, sólo opinión- la isla de la cicatriz y la cabeza de cerdo con su séquito de moscas en donde Golding redujo la inocencia y la naturaleza buena del hombre al estado de salvajismo y delirio en donde no obstante estas vicisitudes las decisiones se tomaban en el seno del consejo entre comunes y buscando lo que en su realidad social y entronizado en el entorno salvaje que les rodeaba era su propio sostenimiento y bienestar, es dentro de su propio mundo imaginario tan real como lo es esta fase superior que Colombia a partir del 2006 experimenta, sólo porque el Presidente lo dijo, sin miramientos del real significado que del estado de opinión plantean sus teóricos y sin argumentar la veracidad de las afirmaciones. Yo opino que cualquier modelo estatal puede ser bueno, mientras el manejo que se le dé dentro de la esfera pública apunte efectivamente al bienestar social y que sea respetuoso de los derechos e intereses legítimos, y en materia de derecho internacional, aceptados de sus habitantes. Sólo se necesita tener la intención positiva de hacer las cosas bien. Luego hay que hacerlas.

¿Y usted qué opina?

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